jueves, 8 de junio de 2017

LA VIEJA DEL FAROL

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La vieja del farol.

Era noche cerrada, en la salita de mi casa paterna estábamos todos reunidos en torno a la radio, mi mamá y mi papá ocupaban las únicas sillas  mis hermanos hermanas y yo estábamos sentados en el piso, escuchábamos en un viejo aparato de principios de siglo el programa estampas mexicanas un  domingo de Abril del año 1960, la hora nueve de la noche, afuera el aullar del viento competía con el cascado monologo del locutor. Hacía poco que habían atrapado a Castro León, iba en un burro y lo prendieron por allá en capacho y el programa se interrumpía cada tanto para actualizar a los oyentes sobre la aventura golpista de este Ex coronel de las fuerzas armadas venezolanas que intentó derrocar al gobierno con una invasión desde Colombia, dicen que parecía un anciano, tenía los pies hinchados y casi no podía caminar, sin embargo para el estado fungía como el enemigo público número uno  del momento. En la mente de un niño de siete años las cosas de la política no existían, el alma libre de la niñez  solo se ocupaba de los juegos, la incipiente escuela y la magia de la vida en la Palmira de mediados del siglo XX.
 Mi padre un hombre alto, maduro, catire. Con el rostro rajado de arrugas, unas manos de oso y la dureza de quien se hizo a sí mismo, hablaba en tono pausado, arrastrando las palabras. Mi madre, pequeña, menuda, morena, de manos leves y mirada triste se afanaba por terminar el bordado de una sábana, una especie de charro mexicano tocando una guitarra a una muchacha que se tendía a sus pies. Nosotros: cinco hombres y cinco mujeres oíamos con emoción casi religiosa la historia que mi papa contaba; como telón de fondo las canciones de Pedro Infante, Jorge Negrete  y otros artistas unos vivos otros no, que para la época marcaban tendencia en el gusto popular. Mi casa paterna, una vieja casona con paredes de tierra pisada, puertas de madera, descuadradas, techo de teja colonial. Cañón y caña brava. La sala espaciosa, la puerta principal daba hacia una carreterita de asfalto frío y solares. De la sala por una puerta angosta y alta coronada por la imagen de un corazón de Jesús, se salía hacia un pasillo donde se alineaban dos habitaciones una para las mujeres y otra para los hombres, luego quedaba la cocina, un cuarto de muros encalados. Un largo mesón de cemento se incrustaba en las paredes frontal y lateral formando un ángulo en una parte se este mesón estaba la cocina de kerosene y a su lado un fogón de leña, colgado a la pared un armazón de alambre y madera sostenía los platos y pocillos invariablemente de peltre escarolado, en un rincón colgando del techo una cesta de caña y dentro de esta algunas hogazas de pan. En la parte frontal del mesón, una piedra  grande y plana hacía las veces de lugar para amasar las arepas, la única ventana de esa pared era un hueco a la altura del mesón, la mitad de la piedra salía por ese hueco hacia el patio de tierra de unos 6 metros cuadrados, por este agujero se tiraba el agua de la cocina que chorreaba directo a la cloaca por un canal abierto a pico. Por este hueco un viernes santo mi mamá fue asustada hasta los huesos pues dice que vio una cara roja con ojos de gato que la miraba desde la oscuridad. En el patio Hacia la izquierda se ubicaba una especie de soporte donde se anclaba la maquina de moler,  todas las mañanas al que le correspondía la tarea molía tres tolvas que mi mamá amasaba y transformaba en doce arepas una para cada miembro de la manada. En el centro del patio sobre una plataforma de cemento en un armazón de tablas de 1,50 metros cuadrados se ubicaba el baño, la ducha formada por solo un trozo de tubo galvanizado sin regadera dejaba caer incesantemente una gota de agua que, terminaba mojándolo todo, a un lado la poceta de cemento macizo teñida de rojo sin tapa, no teníamos lavamanos, sobre las tablas en precario equilibrio unas láminas de zinc hacían las veces de techo, no cubrían la totalidad del espacio, en consecuencia el cielo completaba los huecos; estas laminas se sostenían en caña bravas y a cada tanto había que moverlas a fin de evitar el exceso de sol o lluvia a quien usaba las instalaciones. Sin embargo a pesar de la pobreza de la estructura, la magia estaba presente y en los días soleados al tomar el baño casi obligado, los reflejos de luz en las pestañas mojadas brindaban experiencias luminosas incomparables y que hoy son recordadas con nostalgia. Más allá al final del patio y junto al baño, se encontraba el lavadero que era solo una loza de cemento con un tanque, sin cloaca por lo que el agua al rodar libremente abonaba y otorgaba hábitat al grupo de helechos, capachos y matas parásitas que crecían libremente alrededor del lodo formado por el humedal. Al fondo en una pequeña colina, el solar, dividido en dos partes, la primera, donde un grupo de gallinas regordetas se paseaban a su gusto. Solo detenidas por una cerca de caña que separaba el otro sector donde en una camareta se colgaba una planta de badea, más allá la división a la propiedad del lado. Mil sitios donde esconderse y disfrutar la vida rural y tranquila de la niñez.  
En la noche el lugar adquiría un aspecto aterrador, la oscuridad era total  los espantos, y aparecidos se escondían en las sombras para asustar a los pelaos de la casa que tenían que hacer de tripas corazón para salir al baño, razón por la que siempre un acompañante era obligado. Mi padre de manera improvisada coloco un bombillo en el patio y era encendido desde dentro de la casa, sin embargo las sombras y reflejos que producía la mortecina luz eran casi más espeluznantes que la propia oscuridad y daba un tinte macabro a todas las cosas que tocaba.
Esa noche mientras el ulular del viento, las canciones mexicanas, el acatarrado locutor intentaba cubrir el silencio con palabras y las peripecias de la captura de Castro león se tragaban el tiempo, mi papá, imprimiendo a su voz la cadencia tenebrosa del buen contador de cuentos refería esta historia: -ahí estaba yo, en el techo del cuartel montando guardia, eran como las doce de la noche y el frio me hacía temblar la quijada, cargaba el máuser a la espalda y la bayoneta en la cintura, estaba muchacho no tenía ni diecinueve años, mi superior, el coronel Calderón, era duro con el recluta y al que se durmiera en la guardia lo jodían feo porque estábamos en época de dictadura, total que yo estaba despierto y caminando de aquí para allá. En eso y que aparece un zorro cuco (búho )todo negro con tremendos ojos abiertos mirándome fijo; de repente, se me vino encima y tuve que agacharme para que no me pegara, intenté espantarlo, pero el animal estaba necio a picarme o arañarme la cara, me asuste y pelé por la bayoneta, entonces cuando me tiro el segundo viaje  le saque un bayonetazo y se lo metí entre las alas, el animal cayó al piso corrí a mirarlo y como pudo el pájaro se tiró del techo pa´bajo, entonces no lo vi más. Como a las tres de la mañana entregue guardia y me fui a dormir. El otro día era sábado, salí franco me fui pá la casa donde estaba viviendo con una mujer que yo tenía, ella era mayor que me llevaba veinte años, era india, muy celosa. Llegue, toque la puerta, nadie salió, toque varias veces y nada, entonces force la puerta y entré, cual sería mi sorpresa cuando veo a la mujer tirada en la cama toda vestida de negro con el vestido roto en la espalda y la marca de la bayoneta en sangre, no podía moverse, se quejaba pasito. Ahí fue donde me di cuenta que la mujer con la que estaba viviendo era una bruja y el bayonetazo que le metí al pájaro lo tenía ella marcado en la espalda. Así que agarre mi ropa y me fui otra vez pal cuartel. Más nunca volví ni a pasar por el frente de esa casa- . La historia a pesar de haber sido muchas veces contada,  hacía que el corazón de los muchachos que la oíamos por enésima vez se acelerara y que el miedo sabroso de los cuentos de terror se metiera en los huesos y en consecuencia no quisiéramos salir al baño. 
Concluyó la velada, el programa llego a su fin, los cuentos sabrosos de mi papá terminaron solo quedo el silencio adornado por la tenue luz de la lámpara, el corazón de Jesús nos miraba desde su lugar con aire condescendiente, afuera en el patio el frio y el viento se habían apoderado de todo. Y yo con el susto metido en el cuerpo, necesitando con urgencia ir al baño. Nadie quería salir a acompañarme, mi papá encendió la luz y dijo -anda pá allá que yo te miro desde aquí- no había más remedio tuve que ir solo y entrar al cubículo que las tablas formaban sin más compañía que el miedo. Me senté en la poceta con los ojos cerrados pero era más tenebroso sentir el frío y el viento de esa forma así que me decidí a abrirlos,  entonces al mirar hacia abajo veo la sombra de una mujer parada en las cañas del techo con un farol en la mano meciéndolo acompasadamente, la sangre abandono todo mi cuerpo y no pude moverme, miré desesperadamente por las rendijas de las tablas hacia donde estaba mi papá pero se había ido hacia adentro, con los pelos de punta mire hacia el techo y allí estaba la bruja del cuento, toda vestida de negro, los pies descalzos, las uñas largas y sucias, la piel negra de hollín de leña, en la cintura amarrado a modo de cinturón una tira de cordón manchado de suciedad, la cara de la vieja era horrible llena de granos inflamados y sanguinolentos, los dientes amarillos y desportillados. Me miraba fijamente con unos ojos redondos cargados de violencia, la nariz aguileña remataba en un lunar negro en la punta, todo esto enmarcado en unas greñas desordenadas y un sombrero de punta. En la mano sostenía un farol que movía de un lado a otro mientras soltaba una risita aguda que helaba la sangre. De repente y bajo un súbito impulso, salte de la poceta, sin subirme los pantalones volé por encima del patio y me lancé de cabeza hacia la sala donde mi papá y mi mamá charlaban distraídos. Me miraron sorprendidos y yo una ranita de siete años, aterido de terror y frío solo atiné a decirles –mírenla, esta allá encima del baño. La vieja del farol-.
Fin

UNVAGOAHI 08/06/2017.